El cambio estratégico que están adoptando las universidades en China al fomentar activamente el uso de inteligencia artificial en sus aulas marca un punto de inflexión global. En lugar de prohibirla, están reconociendo su potencial como motor del desarrollo intelectual y económico. Este giro no solo evidencia una nueva mentalidad sino que subraya la importancia de dotar a las nuevas generaciones de habilidades críticas frente a estas tecnologías emergentes. Preparar a estudiantes para comprender, aplicar y, sobre todo, cuestionar los sistemas de IA se vuelve vital en un contexto donde el conocimiento técnico debe ir de la mano con valores éticos y conciencia social.
Sin embargo, la expansión de algoritmos más allá del entorno académico, especialmente en sistemas de bienestar social, presenta riesgos que no pueden ser ignorados. Al automatizar decisiones que afectan directamente a personas en situación de vulnerabilidad, se corre el peligro de replicar sesgos estructurales y eliminar el juicio humano en contextos que requieren empatía y comprensión. El uso irresponsable de estos sistemas puede profundizar brechas sociales, comprometer derechos fundamentales y deshumanizar procesos originalmente diseñados para brindar ayuda y apoyo.
Este doble filo de la inteligencia artificial –entre su capacidad para acelerar soluciones sostenibles y su potencial para amplificar desigualdades– nos invita a reflexionar sobre el modelo que queremos construir. ¿Cómo podemos diseñar una IA alineada con principios de justicia social y regeneración ambiental? ¿Estamos incorporando estos valores en nuestras políticas públicas, ecosistemas educativos y estrategias empresariales? La pregunta queda abierta, y el diálogo es más urgente que nunca.
